Opiniones en torno a la diversidad en Educación.

28.05.2014 19:34

 

 

La Diversidad Cultural, desde la perspectiva antropológica, se presenta como un instrumento útil para entender y comprender el contexto social y al mismo tiempo para adecuar mejor la convivencia a la realidad social. Desde este enfoque el medio escolar es ejemplo de diversidad y, al mismo tiempo, de contradicción, pues la diversidad no es entendida como riqueza sino como dificultades y problemas

En el mundo escolar, y en buena parte también en el mundo en general, diversidad cultural se asocia únicamente con dos grupos  de alumnos:

En primer lugar los inmigrantes, aunque no todos porque pocas personas piensan en un francés un inglés o un canadiense cuando hablan de inmigrantes y por otro lado los gitanos. Esta diversidad reconocida en el campo de la educación se asocia con los llamados alumnos con necesidades educativas especiales, al darles el mismo tratamiento a todos ellos, la educación compensatoria, y conformando tres grupos de diferencias reconocidas.

 En otras palabras, en el campo de la educación la diversidad es todo aquello que tiene que ver con la educación compensatoria.

Frente a esta forma de entender las diferencias proponemos otra que contempla que todos, a nuestra manera, somos diversos cultural y socialmente y que nuestra diversidad es precisamente el motor que nos impulsa a relacionarnos. Pensar de esta forma proporciona una perspectiva nueva para valorar la diversidad y trabajar con ella, así mismo permite aprovechar el enorme potencial que nos proporciona como seres sociales en general, y como agentes del sistema educativo en particular. Para ello vamos a desarrollar nuestra argumentación empleando la perspectiva antropológica, explicitada en la introducción.

El Diccionario de la Real Academia define la palabra diversidad con dos acepciones. La primera de ellas dice: variedad, desemejanza, diferencia. La segunda: abundancia, copia, concurso de varias cosas distintas. Ninguna de estas definiciones nos permite suponer que el concepto “diversidad” unido al adjetivo “cultural” tenga por qué transformarse en el ámbito educativo en una idea que evoca algo así como “alumnos que necesitan un tratamiento especial para ayudarles a alcanzar el mismo nivel que sus compañeros”.

Desde otro punto de vista este sentido no sólo resulta restrictivo y peyorativo, sino perverso, precisamente por el objeto de la disciplina y por cómo entendemos los antropólogos la diversidad cultural, mencionada en la introducción.

Adoptando dicha perspectiva cualquier diferencia en estilo de vida, con respecto a las normas y los valores que explican el comportamiento, puede ser entendida como  producto de la diversidad cultural, de manera que, en términos relativos todos diferimos, en alguna medida, de nuestros semejantes, y por lo tanto todos nosotros quedamos implicados en el concepto “diversidad cultural”.

Las personas aprenden pronto a esperar diferencias en el modo de comportamiento entre unas personas y otras, dependiendo de sus estilos de vida y de los papeles sociales que desempeña cada uno.

 

En una clase pasa exactamente igual. Los alumnos son agrupados de acuerdo a unas normas y constituyen un grupo de personas con estilos de vida y aprendizajes diferentes que explican sus conductas, y van al colegio para completar su proceso de socialización, es decir para seguir aprendiendo una serie de códigos y normas, que crean a la vez una dinámica específica de relación entre ellos como grupo y con los demás (compañeros de otras clases, profesores, personal de limpieza, etc.). Todos estos niños comparten algunos códigos de comportamiento y difieren en otros, todos aprenden lo que se espera de su conducta en el colegio y deciden, determinados por sus circunstancias, sus posibilidades y sus gustos personales, colocarse en una posición determinada con respecto a lo que se espera de ellos: algunos aceptan determinadas normas en determinado momento, otros aceptan otras en otros momentos. Ninguno acepta todas siempre, pero tampoco ninguno rompe siempre todas las normas. Cada uno actúa de una manera particular y diversa por motivos diferentes, y sus comportamientos son juzgados por el sistema escolar también, dependiendo de los estilos de vida y de las normas y valores de cada uno de los adultos que los juzga.

Sin embargo, toda esta diversidad presente en cualquier grupo humano que interactúa, en el caso de la escuela parece invisible, porque la escuela como institución social se basa en el presupuesto de la homogeneidad.

No es difícil encontrar una sala de profesores integrada por grupos enfrentados, en pugna por razones tan comunes como el acceso al poder. Lo que allí está en litigio generalmente, además de otra serie de divergencias personales, es la capacidad para imponer un estilo de enseñanza. Sin embargo, los desencuentros se producen casi siempre por motivos personales que posiblemente encubren una discusión eternamente pospuesta sobre cómo se debería enseñar. Como si sólo un estilo de enseñanza fuera posible.  

Entre los grupos de alumnos pasa lo mismo. Las leyes los agrupan por su edad de nacimiento, tratando así de conseguir la mayor homogeneidad posible con respecto a su proceso de desarrollo físico y mental. Hace algunos años además los grupos (e incluso los colegios) se separaban por sexo. Algunos colegios privados, no mixtos, continúan esgrimiendo el argumento de que niños y niñas son distintos, y que por lo tanto, es más efectivo separarles para conseguir de ellos un mayor rendimiento. Todos estos criterios están buscando homogeneidad en el grupo, una homogeneidad que permita pensar que cada alumno es igual que el resto del grupo y que, por lo tanto, un profesor se puede dirigir a una clase como si se tratara de una suma de iguales, a los que se suponen los mismos mecanismos para aprender; de esta forma se construye la ficción de la transmisión del conocimiento de uno a varios.

Pero ningún grupo es homogéneo, porque el funcionamiento del grupo se basa precisamente en las diferencias entre sus miembros. El intercambio social se produce siempre gracias al desequilibrio entre las partes: si todos fuéramos iguales, si consiguieran construirnos iguales, no tendríamos nada que decirnos. La heterogeneidad es precisamente el motor del intercambio. Pero del mismo modo, si cada uno fuéramos completamente diferentes, perderíamos la capacidad de comunicarnos porque no podríamos establecer códigos arbitrarios comunes, para relacionar los símbolos comunes, que nos permiten comunicarnos con las experiencias personales y distintas que nos impulsan a comunicarnos. De manera que, ni somos totalmente homogéneos ni tampoco totalmente heterogéneos, y fundamentar el aprendizaje en uno u otro extremo nos incapacita para realizar la actividad que caracteriza a los seres humanos, es decir la comunicación.

La comunicación se basa en la búsqueda de un equilibrio entre las semejanzas y las diferencias; las semejanzas nos proporcionan los cimientos desde los cuales entender las diferencias, las diferencias, por su parte, nos permiten movernos desde nuestro sitio a otro lugar. Comprender este proceso significa entender cuáles son los cimientos de las relaciones humanas, y entre ellas, las que se establecen en una clase. Pretender que todos somos iguales empleando el presupuesto ficticio de la homogeneidad sólo hace las cosas más fáciles aparentemente.

El maestro en un aula es quien decide, entre la diversidad de comportamientos de sus alumnos, cuáles son aceptables y cuáles no lo son, pero si se enfrentara a la clase siendo consciente no sólo de la dificultad, sino también de la riqueza que entraña la diversidad, quizá estaría mejor preparado para aprovechar las ventajas y resolver los  inconvenientes. Si dejáramos de creer que en las clases todos tienen que ser iguales, todos tienen que seguir los mismos pasos, aprender las mismas cosas, y además al mismo tiempo, quizá los que no entran en el molde, o los que entran con dificultades, tendrían la oportunidad de ser algo más que simplemente “compensados”. Opiniones en torno a la diversidad en Educación.

La Diversidad Cultural, desde la perspectiva antropológica, se presenta como un instrumento útil para entender y comprender el contexto social y al mismo tiempo para adecuar mejor la convivencia a la realidad social. Desde este enfoque el medio escolar es ejemplo de diversidad y, al mismo tiempo, de contradicción, pues la diversidad no es entendida como riqueza sino como dificultades y problemas

En el mundo escolar, y en buena parte también en el mundo en general, diversidad cultural se asocia únicamente con dos grupos  de alumnos:

En primer lugar los inmigrantes, aunque no todos porque pocas personas piensan en un francés un inglés o un canadiense cuando hablan de inmigrantes y por otro lado los gitanos. Esta diversidad reconocida en el campo de la educación se asocia con los llamados alumnos con necesidades educativas especiales, al darles el mismo tratamiento a todos ellos, la educación compensatoria, y conformando tres grupos de diferencias reconocidas.

 En otras palabras, en el campo de la educación la diversidad es todo aquello que tiene que ver con la educación compensatoria.

Frente a esta forma de entender las diferencias proponemos otra que contempla que todos, a nuestra manera, somos diversos cultural y socialmente y que nuestra diversidad es precisamente el motor que nos impulsa a relacionarnos. Pensar de esta forma proporciona una perspectiva nueva para valorar la diversidad y trabajar con ella, así mismo permite aprovechar el enorme potencial que nos proporciona como seres sociales en general, y como agentes del sistema educativo en particular. Para ello vamos a desarrollar nuestra argumentación empleando la perspectiva antropológica, explicitada en la introducción.

El Diccionario de la Real Academia define la palabra diversidad con dos acepciones. La primera de ellas dice: variedad, desemejanza, diferencia. La segunda: abundancia, copia, concurso de varias cosas distintas. Ninguna de estas definiciones nos permite suponer que el concepto “diversidad” unido al adjetivo “cultural” tenga por qué transformarse en el ámbito educativo en una idea que evoca algo así como “alumnos que necesitan un tratamiento especial para ayudarles a alcanzar el mismo nivel que sus compañeros”.

Desde otro punto de vista este sentido no sólo resulta restrictivo y peyorativo, sino perverso, precisamente por el objeto de la disciplina y por cómo entendemos los antropólogos la diversidad cultural, mencionada en la introducción.

Adoptando dicha perspectiva cualquier diferencia en estilo de vida, con respecto a las normas y los valores que explican el comportamiento, puede ser entendida como  producto de la diversidad cultural, de manera que, en términos relativos todos diferimos, en alguna medida, de nuestros semejantes, y por lo tanto todos nosotros quedamos implicados en el concepto “diversidad cultural”.

Las personas aprenden pronto a esperar diferencias en el modo de comportamiento entre unas personas y otras, dependiendo de sus estilos de vida y de los papeles sociales que desempeña cada uno.

 

En una clase pasa exactamente igual. Los alumnos son agrupados de acuerdo a unas normas y constituyen un grupo de personas con estilos de vida y aprendizajes diferentes que explican sus conductas, y van al colegio para completar su proceso de socialización, es decir para seguir aprendiendo una serie de códigos y normas, que crean a la vez una dinámica específica de relación entre ellos como grupo y con los demás (compañeros de otras clases, profesores, personal de limpieza, etc.). Todos estos niños comparten algunos códigos de comportamiento y difieren en otros, todos aprenden lo que se espera de su conducta en el colegio y deciden, determinados por sus circunstancias, sus posibilidades y sus gustos personales, colocarse en una posición determinada con respecto a lo que se espera de ellos: algunos aceptan determinadas normas en determinado momento, otros aceptan otras en otros momentos. Ninguno acepta todas siempre, pero tampoco ninguno rompe siempre todas las normas. Cada uno actúa de una manera particular y diversa por motivos diferentes, y sus comportamientos son juzgados por el sistema escolar también, dependiendo de los estilos de vida y de las normas y valores de cada uno de los adultos que los juzga.

Sin embargo, toda esta diversidad presente en cualquier grupo humano que interactúa, en el caso de la escuela parece invisible, porque la escuela como institución social se basa en el presupuesto de la homogeneidad.

No es difícil encontrar una sala de profesores integrada por grupos enfrentados, en pugna por razones tan comunes como el acceso al poder. Lo que allí está en litigio generalmente, además de otra serie de divergencias personales, es la capacidad para imponer un estilo de enseñanza. Sin embargo, los desencuentros se producen casi siempre por motivos personales que posiblemente encubren una discusión eternamente pospuesta sobre cómo se debería enseñar. Como si sólo un estilo de enseñanza fuera posible.  

Entre los grupos de alumnos pasa lo mismo. Las leyes los agrupan por su edad de nacimiento, tratando así de conseguir la mayor homogeneidad posible con respecto a su proceso de desarrollo físico y mental. Hace algunos años además los grupos (e incluso los colegios) se separaban por sexo. Algunos colegios privados, no mixtos, continúan esgrimiendo el argumento de que niños y niñas son distintos, y que por lo tanto, es más efectivo separarles para conseguir de ellos un mayor rendimiento. Todos estos criterios están buscando homogeneidad en el grupo, una homogeneidad que permita pensar que cada alumno es igual que el resto del grupo y que, por lo tanto, un profesor se puede dirigir a una clase como si se tratara de una suma de iguales, a los que se suponen los mismos mecanismos para aprender; de esta forma se construye la ficción de la transmisión del conocimiento de uno a varios.

Pero ningún grupo es homogéneo, porque el funcionamiento del grupo se basa precisamente en las diferencias entre sus miembros. El intercambio social se produce siempre gracias al desequilibrio entre las partes: si todos fuéramos iguales, si consiguieran construirnos iguales, no tendríamos nada que decirnos. La heterogeneidad es precisamente el motor del intercambio. Pero del mismo modo, si cada uno fuéramos completamente diferentes, perderíamos la capacidad de comunicarnos porque no podríamos establecer códigos arbitrarios comunes, para relacionar los símbolos comunes, que nos permiten comunicarnos con las experiencias personales y distintas que nos impulsan a comunicarnos. De manera que, ni somos totalmente homogéneos ni tampoco totalmente heterogéneos, y fundamentar el aprendizaje en uno u otro extremo nos incapacita para realizar la actividad que caracteriza a los seres humanos, es decir la comunicación.

La comunicación se basa en la búsqueda de un equilibrio entre las semejanzas y las diferencias; las semejanzas nos proporcionan los cimientos desde los cuales entender las diferencias, las diferencias, por su parte, nos permiten movernos desde nuestro sitio a otro lugar. Comprender este proceso significa entender cuáles son los cimientos de las relaciones humanas, y entre ellas, las que se establecen en una clase. Pretender que todos somos iguales empleando el presupuesto ficticio de la homogeneidad sólo hace las cosas más fáciles aparentemente.

El maestro en un aula es quien decide, entre la diversidad de comportamientos de sus alumnos, cuáles son aceptables y cuáles no lo son, pero si se enfrentara a la clase siendo consciente no sólo de la dificultad, sino también de la riqueza que entraña la diversidad, quizá estaría mejor preparado para aprovechar las ventajas y resolver los  inconvenientes. Si dejáramos de creer que en las clases todos tienen que ser iguales, todos tienen que seguir los mismos pasos, aprender las mismas cosas, y además al mismo tiempo, quizá los que no entran en el molde, o los que entran con dificultades, tendrían la oportunidad de ser algo más que simplemente “compensados”.Opiniones en torno a la diversidad en Educación.

 

La Diversidad Cultural, desde la perspectiva antropológica, se presenta como un instrumento útil para entender y comprender el contexto social y al mismo tiempo para adecuar mejor la convivencia a la realidad social. Desde este enfoque el medio escolar es ejemplo de diversidad y, al mismo tiempo, de contradicción, pues la diversidad no es entendida como riqueza sino como dificultades y problemas

En el mundo escolar, y en buena parte también en el mundo en general, diversidad cultural se asocia únicamente con dos grupos  de alumnos:

En primer lugar los inmigrantes, aunque no todos porque pocas personas piensan en un francés un inglés o un canadiense cuando hablan de inmigrantes y por otro lado los gitanos. Esta diversidad reconocida en el campo de la educación se asocia con los llamados alumnos con necesidades educativas especiales, al darles el mismo tratamiento a todos ellos, la educación compensatoria, y conformando tres grupos de diferencias reconocidas.

 En otras palabras, en el campo de la educación la diversidad es todo aquello que tiene que ver con la educación compensatoria.

Frente a esta forma de entender las diferencias proponemos otra que contempla que todos, a nuestra manera, somos diversos cultural y socialmente y que nuestra diversidad es precisamente el motor que nos impulsa a relacionarnos. Pensar de esta forma proporciona una perspectiva nueva para valorar la diversidad y trabajar con ella, así mismo permite aprovechar el enorme potencial que nos proporciona como seres sociales en general, y como agentes del sistema educativo en particular. Para ello vamos a desarrollar nuestra argumentación empleando la perspectiva antropológica, explicitada en la introducción.

El Diccionario de la Real Academia define la palabra diversidad con dos acepciones. La primera de ellas dice: variedad, desemejanza, diferencia. La segunda: abundancia, copia, concurso de varias cosas distintas. Ninguna de estas definiciones nos permite suponer que el concepto “diversidad” unido al adjetivo “cultural” tenga por qué transformarse en el ámbito educativo en una idea que evoca algo así como “alumnos que necesitan un tratamiento especial para ayudarles a alcanzar el mismo nivel que sus compañeros”.

Desde otro punto de vista este sentido no sólo resulta restrictivo y peyorativo, sino perverso, precisamente por el objeto de la disciplina y por cómo entendemos los antropólogos la diversidad cultural, mencionada en la introducción.

Adoptando dicha perspectiva cualquier diferencia en estilo de vida, con respecto a las normas y los valores que explican el comportamiento, puede ser entendida como  producto de la diversidad cultural, de manera que, en términos relativos todos diferimos, en alguna medida, de nuestros semejantes, y por lo tanto todos nosotros quedamos implicados en el concepto “diversidad cultural”.

Las personas aprenden pronto a esperar diferencias en el modo de comportamiento entre unas personas y otras, dependiendo de sus estilos de vida y de los papeles sociales que desempeña cada uno.

 

En una clase pasa exactamente igual. Los alumnos son agrupados de acuerdo a unas normas y constituyen un grupo de personas con estilos de vida y aprendizajes diferentes que explican sus conductas, y van al colegio para completar su proceso de socialización, es decir para seguir aprendiendo una serie de códigos y normas, que crean a la vez una dinámica específica de relación entre ellos como grupo y con los demás (compañeros de otras clases, profesores, personal de limpieza, etc.). Todos estos niños comparten algunos códigos de comportamiento y difieren en otros, todos aprenden lo que se espera de su conducta en el colegio y deciden, determinados por sus circunstancias, sus posibilidades y sus gustos personales, colocarse en una posición determinada con respecto a lo que se espera de ellos: algunos aceptan determinadas normas en determinado momento, otros aceptan otras en otros momentos. Ninguno acepta todas siempre, pero tampoco ninguno rompe siempre todas las normas. Cada uno actúa de una manera particular y diversa por motivos diferentes, y sus comportamientos son juzgados por el sistema escolar también, dependiendo de los estilos de vida y de las normas y valores de cada uno de los adultos que los juzga.

Sin embargo, toda esta diversidad presente en cualquier grupo humano que interactúa, en el caso de la escuela parece invisible, porque la escuela como institución social se basa en el presupuesto de la homogeneidad.

No es difícil encontrar una sala de profesores integrada por grupos enfrentados, en pugna por razones tan comunes como el acceso al poder. Lo que allí está en litigio generalmente, además de otra serie de divergencias personales, es la capacidad para imponer un estilo de enseñanza. Sin embargo, los desencuentros se producen casi siempre por motivos personales que posiblemente encubren una discusión eternamente pospuesta sobre cómo se debería enseñar. Como si sólo un estilo de enseñanza fuera posible.  

Entre los grupos de alumnos pasa lo mismo. Las leyes los agrupan por su edad de nacimiento, tratando así de conseguir la mayor homogeneidad posible con respecto a su proceso de desarrollo físico y mental. Hace algunos años además los grupos (e incluso los colegios) se separaban por sexo. Algunos colegios privados, no mixtos, continúan esgrimiendo el argumento de que niños y niñas son distintos, y que por lo tanto, es más efectivo separarles para conseguir de ellos un mayor rendimiento. Todos estos criterios están buscando homogeneidad en el grupo, una homogeneidad que permita pensar que cada alumno es igual que el resto del grupo y que, por lo tanto, un profesor se puede dirigir a una clase como si se tratara de una suma de iguales, a los que se suponen los mismos mecanismos para aprender; de esta forma se construye la ficción de la transmisión del conocimiento de uno a varios.

Pero ningún grupo es homogéneo, porque el funcionamiento del grupo se basa precisamente en las diferencias entre sus miembros. El intercambio social se produce siempre gracias al desequilibrio entre las partes: si todos fuéramos iguales, si consiguieran construirnos iguales, no tendríamos nada que decirnos. La heterogeneidad es precisamente el motor del intercambio. Pero del mismo modo, si cada uno fuéramos completamente diferentes, perderíamos la capacidad de comunicarnos porque no podríamos establecer códigos arbitrarios comunes, para relacionar los símbolos comunes, que nos permiten comunicarnos con las experiencias personales y distintas que nos impulsan a comunicarnos. De manera que, ni somos totalmente homogéneos ni tampoco totalmente heterogéneos, y fundamentar el aprendizaje en uno u otro extremo nos incapacita para realizar la actividad que caracteriza a los seres humanos, es decir la comunicación.

La comunicación se basa en la búsqueda de un equilibrio entre las semejanzas y las diferencias; las semejanzas nos proporcionan los cimientos desde los cuales entender las diferencias, las diferencias, por su parte, nos permiten movernos desde nuestro sitio a otro lugar. Comprender este proceso significa entender cuáles son los cimientos de las relaciones humanas, y entre ellas, las que se establecen en una clase. Pretender que todos somos iguales empleando el presupuesto ficticio de la homogeneidad sólo hace las cosas más fáciles aparentemente.

 

El maestro en un aula es quien decide, entre la diversidad de comportamientos de sus alumnos, cuáles son aceptables y cuáles no lo son, pero si se enfrentara a la clase siendo consciente no sólo de la dificultad, sino también de la riqueza que entraña la diversidad, quizá estaría mejor preparado para aprovechar las ventajas y resolver los  inconvenientes. Si dejáramos de creer que en las clases todos tienen que ser iguales, todos tienen que seguir los mismos pasos, aprender las mismas cosas, y además al mismo tiempo, quizá los que no entran en el molde, o los que entran con dificultades, tendrían la oportunidad de ser algo más que simplemente “compensados”. 

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Gabriel López Garzón, Rocío López Rojas, Mª Trinidad Morillas Soriano, Tania Montes Alias, Beatriz Pacheco Orozco twitter: igualdadLAG rocio_lopez_1994@hotmail.com